Susurró un silencio a mi oído que no alcancé a comprender. Cargó su garganta con palabras vacías, sin sentido, que amenazaban con destruirme por completo; pero ni bien el percutor que tenía por lengua activó la aguja, la comisura de sus labios se convirtió en un paradigma inefable. Ausente de toda brutalidad con la que se disponía a acribillarme; y en sus ojos el reflejo del coñac macerado fluía como si tuviera vida propia; deslizándose suavemente por la cobertura de sus mejillas.