Nunca supe cómo fue realmente que llegamos a concretar la operación, tampoco me importó mucho, la cuestión fue que a partir de ese momento yo me convertí en el tipo más rico del universo.
Todo comenzó por allá por 1968, entre hippies sucios y la guitarra de Jimi Hendrix que te volaba los sesos apenas comenzaba a tocar y entraba en esa especie de trance. Mientras todos andaban fumando marihuana y aspirando cocaína o, los más adictos, inyectándose heroína; justo en aquel momento yo tenía la mejor mercancía. Una tan única y tan absoluta que era irreproducible, existía una única dosis y la tenían en mis manos.
Fui escalando entre grupos de rock etílico y frenéticos de ideas diversas; para ser sincero me interesaba mi producto pero no para consumirlo sino todo lo contrario, quería sacármelo de las manos lo antes posible, me costaba llevarlo a cuestas. Tengo que admitir que pesaba bastante y transportarlo era un poco incómodo.
Los primeros interesados fueron un grupo de pacifistas que habían juntado el dinero entre todos, de forma comunitaria y se me presentaron espontáneamente frente a mí y me ofrecieron una miseria. Argumentaban que con eso lograrían el desarme nuclear y no sé cuántos sueños de progreso más. Los saqué de una patada en el culo, aunque hubiese preferido partirles la cara a golpes. Por suerte no me precipité. Esto de los negocios nunca fue nada fácil, pero tampoco era ningún imbécil y sabía que no podía perder nada, a cambio, lo que ofrecía tenía como garantía de satisfacción del consumidor mi vida entera y mi alma si era necesario.
Luego del pequeño incidente con los hippies ocurrió algo que jamás hubiera creído... un día caminando por la calle se me acercó un niño de aproximadamente diez años, me jaló de la remera y cuando volteé lo tenía con los brazos estirados hacia mí ofreciéndome su alcancía. Lo miré fijamente durante unos segundos y, casi dudándolo un poco, me sonreí, le acaricié la cabeza y le dije que todavía era muy pequeño para tener en su poder algo tan importante como lo que ofrecía. Desilusionado, el pobre salió corriendo, dejando tras de sí un sendero de lágrimas de angustia e impotencia.
Como no podía faltar, un día tocaron a mi puerta, al abrirla unos hombre de traje muy corpulentos tapaban la vista más allá de los dos metros. Se presentaron y aclararon el motivo de su visita. Estuvimos sentados alrededor de dos horas y media extenuantes en donde intentaron lavarme el cerebro de una manera muy prolija pero absurda... hablaron de progreso, de evolución, del bienestar para la sociedad; en fin, un montón de palabras muy bonitas pero que carecían de sentido alguno proviniendo de sus bocas podridas de la cantidad de mentiras que solían decir. Al concluir estaba como al principio, los tipos se fueron algo molestos y fastidiosos, me pidieron que lo pensara bien y que si cambiaba de parecer, me contactara con ellos. Se los agradecí, aunque una vez que hube cerrado la puerta, su tarjeta de presentación terminó hecha un bollo en el cesto de basura.
Después de muchas idas y venidas en donde conocí a narcotraficantes, presidentes, líderes de grandes empresas multinacionales, músicos, artistas, gente de sueños e ilusiones, ninguno fue capaz de ponerle el precio exacto a lo que yo ofrecía, y todos sabían que era un precio justo.
Fue durante los primeros días de la primavera de 1969, mientras descansaba plácidamente en el banco de una plaza, que se acercó ella con su andar bamboleante, su camisa ligeramente desabotonada y un encanto extravagante. En ese mismo momento llegamos a un acuerdo... serían 99 centavos, un beso y su amor.
A partir de entonces me conocen como el hombre que vendió el mundo.
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