El humo del incienso se esparcía por los recovecos de la habitación y asfixiaba lo poco que quedaba de oxígeno puro y limpio para respirar. Allí, tras la densidad gris y el reflejo del fuego de la vela se encontraban las dos criaturas más dulces que alguien jamás pudiera haber siquiera soñado, incluso en el lecho de muerte. La viva comparación angelical sería un mero insulto a la belleza propiamente dicha.
Recostadas sobre las tensas sábanas de tafetán blanco se encontraba Annette y Marlene; la primera de ellas de unos rojizos rizos similares a la luz del ocaso en pleno otoño, con ojos de mar y el más encantador brillo que se pueda imaginar, sus labios carnosos se asemejaban a las frutillas en el contraste ideal frente a la blancura de su piel. De nariz pequeña y puntiaguda, levemente respingada, esperaba ansiosa y con respiración agitada poder rozar el cuerpo de Marlene. Ésta, de ojos negros como la perdición de todo aquel que osara mirarlos, su cabello se deslizaba apenas por sus hombros haciendo una pequeña ondulación hacia el final, por donde nacían sus pechos. El color de la cabellera era castaño oscuro, aunque dependiendo de la luz emitía cierta tonalidad cobriza. Mejillas rellenas y labios finos y delgados enmarcando su boca irresistiblemente tentadora para cualquiera que supiera admirar la exquisitez.
Allí se encontraban ellas, la una junto a la otra, esgrimiendo sus miradas para determinar quién daría la estocada inicial. Finalmente se fueron acercando de manera muy lenta, su respiración se incrementaba exponencialmente... cuando estuvieron a tan solo un par de centímetros enfrentadas, al punto en que una podía sentir la respiración de la otra en su boca, se quedaron inmóviles, Annette acarició el cuello de Marlene delicadamente. Se besaron muy suavemente, saboreándose, sintiendo y degustando su saliva entremezclada, Marlene introdujo su lengua lasciva y comenzó a masajear la de Annette, las manos comenzaron a precipitarse sobre los cuerpos ajenos.
Yemas de dedos que acariciaban pezones duros y erectos, lenguas que lamían vientres, agitación y exaltación invadía el cuarto; las manos se entrelazaban y continuaban su recorrido en busca del placer más extremo e intenso. Sus muslos se iban contorsionando por momentos, se contraían y distendían; sus manos, ahora más parecidas a garras, sujetaban y retorcían las sábanas, y desparramándose por la cama entera iban formando figuras imposibles. Y al final, la saliva y los jugos, esencia pura de cada una, se mezclaron formando un único líquido. Luego sonrieron, rozaron sus cuerpos desnudos haciéndose cosquillas y desplomadas por el cansancio cayeron presas del sueño.
La llama de la vela se consumió, muy despacio; hasta que en aquella habitación sólo reinó la oscuridad.
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