martes, 16 de septiembre de 2014

Gol de oro – Muerte súbita

Hola, hoy vengo nuevamente frente a vos para hacerte ver un poco más de lo que te permiten tus ojos. Hoy estoy acá para sacarte esa mirada suicida de la cara, que se entremezcla con una sonrisa nerviosa. No me digas que me equivoco al hacerte compañía, porque sé que estoy en lo correcto.

Quisiera que juntos recorramos determinados y precisos momentos en la vida, que seguramente nos unieron muy profundo, y quizá te parezca que no tanto como el dolor que sentís hoy, pero creeme que va más allá de las constelaciones que se pueden apreciar en el cielo.

Voy a serte sincero, no recuerdo cómo comenzó todo, sólo sé que de un momento al otro ya podía escuchar tu voz que me transformaba el ánimo; desde lo profundo del corazón tu voz melodiosa me llegaba y hacía eco en mi cabeza sin poder pensar en otra cosa que la de sentirte. Después, como por arte de magia, sentí el estallido de los latidos de tu corazón. Viejos recuerdos me inundan, estoy seguro de que no lo soñé, fue todo completamente real y exquisito.

Pero no nos desviemos de nuestro rumbo… aquellas tardes en donde tuvimos charlas extensas o, mejor dicho, vos hablabas y yo prestaba atención, obnubilado por la armonía de tus cuerdas vocales y tus tiernas caricias sobre la base de mi cabeza. Creo que era hipnotizante; en todo momento tenía la sensación de que me iba a quedar dormido pero eso nunca sucedía, siempre aguzaba el oído y sentía tu respiración cálida sobre mí. Calaba hasta los huesos tal ternura, se comprimía y permanecía allí, manteniéndome calentito.

Tal vez no lo recuerdes pero hubo cierta vez en que la palma de tu mano se superpuso con la mía, sentí la inmensidad de tus dedos, tus yemas, tan perfectas, tan extraordinarias; esos momentos se van y no vuelven a pasar, pero quedan grabados muy adentro, muy en lo profundo del pecho.

Y el tiempo transcurría, como un manantial de agua natural imposible de frenar. Durante un tiempo fuimos uno entre los dos, respirando del mismo aire, reflejándonos en la misma intensa luz; siendo uno el sostén del otro y viceversa.

Hola, vengo a recordarte por qué no tenés que llorar, vengo a hacerte compañía en este sueño maravilloso que quisiste regalarme, y que no hay culpas; las cosas a veces simplemente se dan así, sin un motivo aparente. Hoy vengo a alzarte la barbilla para que tengas la frente bien alta mientras que con la otra mano seco esa lágrima de dulzura marchita que recorre tu mejilla; porque las cosas tienen un sentido, aunque lo creamos injusto o no lo comprendamos a primera instancia.

Hoy vengo a hacerte compañía hasta que te duermas, mamá.

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